miércoles, 9 de septiembre de 2015

Aylan y Palestina

Discutimos hasta bien entrada la madrugada, de pie, en el hall de mi apartamento. Empezó la discusión en la cena, siguió de camino a casa y se zanjó sin acuerdo por puro cansancio. El mío. Ahora esa discusión, tan vieja como el periodismo, ocupa (una vez más) artículos y conversaciones tanto en medios como en redes, como si fuera posible lograr un consenso sobre cuándo se debe publicar o no una fotografía.

Soy amante de la palabra. Limitada, imperfecta –especialmente si se trata de expresar sentimientos-, su impresión sobre el papel permite ordenar razones, sucesos y proporcionar contexto. Bien usada, ayuda a comprender y reflexionar. En tiempos de adelgazamiento anémico del periodismo, la palabra ha sido secuestrada por la cifra y el porcentaje; el conocimiento, por la opinión. La opinión requiere fundamentos, algo de lo que carecemos todos sobre casi cualquier asunto; las cifras, contexto; el contexto, tiempo.

Una fotografía, al igual que una viñeta, se ventila de un vistazo. Una buena fotografía puede decir mucho, pero no siempre se basta por sí misma y, al igual que el apunte certero de una viñeta, depende del reconocimiento de su contexto. El de la fotografía del cuerpo de Aylan, el niño sirio hallado muerto en la orilla de una playa turca, empezó a escribirse antes de su nacimiento, cuando estalló la guerra en Siria hace más de cuatro años. Previamente incluso, si queremos saber por qué se llegó a ella. Lo que muestra la fotografía es la guerra, porque sus consecuencias no se limitan a lo que acontece en el terreno que la padece. Pero hubo antes muchas otras fotografías, muchos otros cuerpos a merced del mar, muchos niños bajo los escombros del bombardeo.

Nos sacude el ánimo la foto del niño muerto, como si no supiéramos a estas alturas que las guerras no excluyen ancianos, mujeres y niños, la tríada de rescatados en aquellos naufragios que veíamos de pequeños en el cine. Nos da un vuelco el corazón, como si el problema de la guerra fuera la inocencia de los tres años del niño y no los inocentes que mueren a diario, tengan la edad que tengan. Nos alarmamos ahora, como si los cientos de miles de muertos, mutilados y los millones de refugiados y desplazados que ya había dejado Siria en estos años fueran anécdota en comparación con el niño ahogado.

Se discute sobre la fotografía y la pertinencia de su publicación, como ella y yo hicimos sobre la imagen de otro niño hasta bien entrada la madrugada. Defendía yo, con la misma vehemencia que ella lo contrario, que no todo ha de mostrarse, que la imagen de un niño palestino con el cráneo reventado, la cabeza abierta, el espacio cóncavo vacío, no aportaba información esencial para entender la masacre que Israel estaba llevando a cabo en Gaza en el verano de 2014. ¿La aportaba?

Creo necesaria la reflexión ética y razonable la valoración de si una imagen se debe publicar o no; sigo creyendo que no todo es publicable –por razones que van del pudor y el respeto a la humillación gratuita-, también que es improbable que lleguemos a una máxima absoluta al respecto pero, ¿habría detenido aquel niño palestino con el cráneo hecho pedazos el curso de la masacre? ¿Habría impulsado una reacción política y social europea? Nadie la publicó, como tampoco creo que se hubiera publicado una del niño Aylan con la cabeza reventada o, si me apuran, boca arriba, ¿verdad? Pero con los palestinos el dilema periodístico no es fotográfico; es de enfoque de los textos. Y el político…

Ni la cobertura del asesinato de los niños de la playa de Gaza -que tan significativamente cometió Israel delante de numerosos corresponsales internacionales- detuvo el asedio del verano pasado, ni las muy simbólicas y recientes fotografías y vídeo de la persecución y disputa con su familia de un soldado ocupante israelí para detener a un niño palestino, brazo en cabestrillo, han despertado reacción alguna ni afectado al curso de la incesante ocupación israelí de Palestina. Claro que ninguna de ellas ha ocupado portadas de forma unánime  -con el martilleo para las conciencias que ello supone-, y en algún caso se ha llegado a la perversión pragmático-ideológica (y a la indecencia) de armar al niño y a la familia frente al soldado.

Discutimos mucho sobre las imágenes, pero nuestro mayor problema no está tanto en ellas como en los (con)textos periodísticos, simplificados, manipulados y cocinados con demasiada costumbre. Las imágenes discutibles pueden omitirse, también publicarse con advertencia del riesgo de que hieran la sensibilidad de quien las visualice. Con las palabras, la omisión es un peligro. Remite a la censura tanto como su manipulación. Las imágenes pueden herir la sensibilidad; las palabras, a la verdad.

Carlos Pérez Cruz