lunes, 18 de agosto de 2014

La resistencia al violador. Racismo y negociaciones entre Palestina e Israel.

Hay un denominador común a muchos de los reproches que recibimos en redes sociales (también en conversaciones personales) quienes denunciamos la atroz masacre cometida por Israel en la Franja de Gaza y, en general, la ocupación de Palestina: el odio. Odian lo que defiendes, pero no porque no sea de justicia sino porque odian a quienes defiendes. Y quien dice odio, dice racismo.

Campo de refugiados palestino de Nablus (Fotografía: Carlos Pérez Cruz)

Declararse propalestino es declararse defensor de los derechos humanos y de la legalidad. Ser propalestino no implica ser antiisraelí, pero sí posicionarse contra el Israel que, desde su fundación, niega los derechos más básicos y elementales a la población palestina mediante una ocupación, que hoy sigue avanzando, o a través de la práctica de políticas de apartheid, prácticas que son capaces de reconocer y denunciar quienes más pedigrí tienen en su padecimiento: los sudafricanos negros. En una reciente carta abierta de Desmond Tutu, publicada en el diario israelí ‘Haaretz’, el arzobispo emérito pedía a los israelíes que se liberaran a sí mismos “liberando a los palestinos”, e invitaba a sumarse a la campaña de boicot a Israel para intentar lograr el mismo resultado que se alcanzó con “el cóctel persuasivo de métodos no violentos que se aplicó para aislar a Sudáfrica económica, académica, cultural y psicológicamente”. 

El mensaje institucional israelí aduce que el boicot busca acabar con Israel, pasando olímpicamente por alto el hecho de que el boicot a Sudáfrica no acabó con Sudáfrica, sí con la Sudáfrica que oprimía y segregaba a la población negra del país. ¿Por qué habría de acabar el boicot a Israel con Israel? Algunos alertan de la motivación antijudía del BDS [Boicot, Desinversiones y Sanciones], argumento insostenible desde el momento en que éste no se practica sobre judíos, sino sobre instituciones y empresas tanto israelíes como internacionales que colaboran, se lucran, financian y contribuyen al sostenimiento de la ocupación y de las políticas de apartheid. Ningún judío es susceptible de ser objeto del boicot por el mero hecho de serlo. No lo es un judío neoyorquino, ni un judío uruguayo, ni un judío español, ni necesariamente un judío israelí (aunque algunos de ellos, de forma noble y, sin duda, heroica, aboguen por  el boicot como solución). Por otro lado, ¿cómo va a ser antijudío el boicot a un país en el que más del 20% de sus habitantes ni siquiera son judíos? El reconocimiento de Israel como Estado judío (adjetivación y motivación confesa de sus propios dirigentes y del proyecto sionista) conllevaría el reconocimiento de un Estado fundamentado en la discriminación racista, cultural y religiosa

Racismo es también la discriminación de quienes, a través de las redes sociales, e incluso de los medios de comunicación, sancionan a quienes se manifiestan propalestinos o, cuando menos, se muestran indignados con Israel. Todas y cada una de esas reacciones suelen ignorar lo fundamental, la ocupación (sustrato básico del problema), para fijarse en lo meramente adjetivo, cuando no caen directamente en la más pura y dura demagogia. Por ejemplo, es frecuente que se acuse al propalestino de no posicionarse contra todas y cada una de las atrocidades mundiales, como si el reconocimiento y denuncia de la violación israelí de los derechos humanos y de la legalidad conllevara la aprobación de las cometidas por otros; o como si, por sí misma, ésta no tuviera entidad suficiente como para ser denunciada. Claro que hay un leitmotiv común en todos ellos: señalan crímenes y atrocidades cometidas por árabes y/o musulmanes. Lo mismo los secuestros de Boko Haram en Nigeria, la persecución de cristianos por el Estado Islámico en Irak (como si sólo los cristianos fueran sus víctimas) o la brutalidad del fanatismo islamista en Siria. No son hechos que señalen de forma inocente. No es difícil deducir la (falaz) regla de tres que aplican para deslegitimar el apoyo a los palestinos. 

Se retuerce de tal manera la excusa que, además de quien escribe en Twitter que “dais por culo” por hablar de los niños muertos en Gaza (eso sí, ofrece alternativas por las que, por lo visto, sí merece más la pena dar por culo), los hay que se acogen a cuestiones culturales y/o sociales -como la teórica discriminación de la mujer en el mundo árabe- para contraponerlas en defensa de Israel o, al menos, como circunstancias atenuantes en la responsabilidad israelí por las consecuencias de la ocupación ilegal de Palestina o la reciente masacre en Gaza. Es decir, pareciera que la ilegalidad de una violación dependa de la consideración moral que nos merezca la víctima (“Es cierto, ha sido violada, ¡pero es que usted vestía minifalda!”). Guste o no, los mecanismos legales que proporciona el derecho internacional contra quien incumple las leyes y viola los derechos humanos no están supeditados a la simpatía y/o afinidad que sintamos con el violado, sino que se aplican sin más (o así debería ser) contra quienes las incumplen. Claro que algunos deben de pensar que Israel ocupa Palestina y masacra Gaza para liberar a los palestinos de sí mismos. Parecen ver en lo que lleva a cabo el Estado de Israel una especie de guerra de liberación moral.

Inscripción en piedra de la resolución 194 de Naciones Unidas en un campo de refugiados de Cisjordania. (Fotografía: Lucía Barros Miñones)

Ninguna de las negociaciones que ha convocado a israelíes y palestinos ha logrado la firma de una resolución justa y pacífica. Y eso es así en gran medida porque los mediadores han tenido siempre interés de parte, nunca han sido neutrales, inocentes y desinteresados. Las “negociaciones” que se llevan a cabo estos días en El Cairo están patrocinadas por una dictadura militar que ha ahogado Gaza con el cierre de su frontera (inestimable contribución al bloqueo israelí de la Franja) y masacrado hace un año a los Hermanos Musulmanes, parientes de los palestinos de Hamas. Qué decir del papel de Estados Unidos, cuyo rol negociador no puede obviar la generosa contribución política y armamentística a Israel. ¿Qué dice de la imparcialidad del mediador que su país vete –una forma de boicot en toda regla- todas y cada una de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que señalan a Israel, o repita sin cesar que lo considera socio prioritario y le declare su amistad eterna? 

No tiene ninguna lógica promover negociaciones de paz entre ocupante y ocupado, porque la legalidad, los derechos básicos y la libertad no pueden ser jamás materia de negociación, como no es negociable el derecho a respirar oxígeno. Nada pueden ofrecer los palestinos cuando todo se les ha negado, y ni mucho menos pueden ofrecer una paz que la ocupación y el bloqueo les niegan. La única negociación posible es la que obligue a Israel a cumplir con la legalidad, hasta la fecha la única condición que jamás se ha puesto sobre la mesa. De todo se ha hablado, menos de ella, la que legitima incluso que los palestinos, como ocupados, se defiendan de sus ocupantes (también por métodos violentos contra sus fuerzas militares), aunque la muletilla-mantra que escuchamos de continuo sea la de que “Israel tiene derecho a defenderse”. Sería la primera vez en la historia en que es al ocupante a quien se le reconoce ese derecho frente al ocupado. Por primera vez al violador, el derecho a reprimir la resistencia de la violada.

Carlos Pérez Cruz

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