martes, 24 de diciembre de 2013

Cuento palestino de Navidad*

Luna llena sobre Belén (Foto: Carlos Pérez Cruz)

Con el pelo cubierto por un pañuelo y el cuerpo embutido en un discreto uniforme naranja tostado, sus zapatos llevaban adosado el broche de una flor. Me pareció un precioso detalle de coquetería. Si los preceptos dicen que debo ir cubierta, que oculte mi belleza en nombre del Señor, al menos que una flor brote y me distinga.

Mantuvimos una breve conversación. Yo iba en el asiento inmediatamente posterior al del conductor y ella en primera fila de la derecha, unos centímetros delante de mí. Era el único extranjero en el autobús. Ella, probablemente mucho más joven que yo, viajaba sola con su bebé. Cuando subí al vehículo, ella ya estaba.

Acababa de despedirme de mi amigo Issa en Beit Jala, una pequeña localidad palestina limítrofe con Belén (yo no distingo dónde empieza una y acaba la otra). Issa fue mi guía en la primera visita a Palestina y ahora es un amigo generoso como pocos. La noche anterior lo llamé desde Jerusalén para contarle que había quedado en Hebrón con una joven estudiante de periodismo y que me gustaría que me acompañara para ayudarme con la traducción (Issa habla perfectamente castellano, pasó unos años en México). Me dijo que sí, que además tenía que hacer unos recados allí, que lo hacía encantado. No sólo dejó de hacer sus recados (suponiendo que los tuviera) sino que no quiso cobrarme nada por su trabajo.

El viaje entre Belén y Hebrón es especialmente clarificador para comprender qué significa la ocupación israelí de Palestina. A izquierda y derecha de la carretera se extienden las malditas colonias, esos puestos de avanzada de los cowboys judíos en la conquista de su particular Oeste (al Este). Cuanto más próximos a Hebrón, más se intuye su grado de fanatismo. Sólo un extremismo ideológico permite explicar su presencia allí, donde más lejos están del país que en 1948 se inventó para ellos; donde más hieren y más difíciles hacen las condiciones de vida de quienes legítimamente viven en los pueblos de la zona, cuya vida se ve impedida hasta extremos insufribles por la presencia militar israelí que presta sus servicios en la defensa de la avanzadilla colona. Hebrón, por supuesto, es el paradigma de la ocupación, una ciudad en la que no se entiende cómo sus habitantes todavía mantienen la cordura, habida cuenta de que el tumor está en el corazón de sus calles y sobre sus cabezas apuntan militares apostados en azoteas y garitas de control.

Nada más abandonar Hebrón en un taxi colectivo, escuché disparos. Vi asomar un tanque. “Es un campo de tiro del ejército israelí”, me explicó Issa como si lo más normal del mundo es que el ejército tanzano hiciera prácticas en plena Puerta del Sol de Madrid. Kilómetros más adelante vi unos colonos armados al borde de la carretera (definitivamente su fanatismo no se intuye, se constata); después dos militares cruzando desde un punto de control militar que, visto a la ida, parecía abandonado, convertido su cemento armado en un lienzo contemporáneo de pinturas arrojadas aleatoriamente (¿cuánto se pagaría por él en Christie’s?). Vehículos militares circulaban por la carretera de un país que no es el suyo.

Vehículos militares circulaban por un país que no es el suyo (Fotografía: Carlos Pérez Cruz)

Como se había hecho tarde para llegar a comer a Jerusalén, Issa me invitó a su casa. Su mujer había cocinado esas deliciosas hojas de parra rellenas de arroz y verduras (warak enab) tan habituales en la dieta palestina. Tomé café, charlé un rato con ellos y después Issa me acompañó al lugar en que debía coger el autobús de vuelta a Jerusalén. Nos abrazamos, le di las gracias (¿qué otra cosa podía darle, ya que no aceptaba mi dinero?) y esperé al autobús. Llegó, el conductor me reprendió (Issa, ese no era el lugar exacto en que debía parar…) y me senté. Issa me había avisado: “Cuando llegues al checkpoint os harán bajar del autobús y te pedirán el pasaporte”.

Ella empezó a mirarme. Me escrutaba sin especial discreción, curiosa. “¿De dónde eres?”, rompió el silencio. “De España”, le dije. “¿Es bonito?”. “Es más bonito Palestina”, le respondí. No se me olvida su mirada estupefacta, un “¿bonito esto?” sin palabras. Creo que le pregunté por la edad del crío y su nombre y no nos dio tiempo a mucho más. El autobús llegó al checkpoint, se detuvo y varios pasajeros bajaron. Viendo que algunos permanecían en él, me quedé en mi asiento. Al poco subieron dos militares armados. Sin mediar palabra fueron mirando uno por uno los permisos de los palestinos del autobús y mi pasaporte. Le miré a ella en un discreto gesto cómplice de reprobación por la presencia militar. Ni se inmutó, como si aquello fuera tan cotidiano que lo contrario hubiera sido como un día de huelga solar. Recorrieron el vehículo hasta el último asiento contrastando los documentos, mirando las caras. Regresaron y bajaron. Quienes habían descendido, volvieron a subir. El autobús arrancó y siguió camino hacia Jerusalén. Mi parada estaba antes que la de ella. Le sonreí, le dije algo al niño y bajé del autobús.

La Navidad rodeada por el muro de apartheid (Fotografía: Carlos Pérez Cruz)

Lo vi marchar. La miré. Me devolvió una mirada inexpresiva. Se alejó camino de la ciudad vieja y me quedé pensando en Issa. Hacía menos de media hora que me había despedido de él, estaba a menos de diez kilómetros de mí y, sin embargo, no podría haberme acompañado. Para alguien como yo, que vive a miles de kilómetros de allí, resulta medianamente fácil cruzar de un lado al otro del muro de apartheid. Para mí, que no tengo antepasados ni raíces allí, ni tan siquiera sentimientos religiosos que me unan a Jerusalén o a Belén, llegar de la una a la otra me está permitido. Jerusalén está allí mismo, a menos de diez kilómetros de la Basílica de la Natividad, tal y como reza una placa en el lugar. Jerusalén está a la distancia de una cabezadita de diez minutos y, sin embargo, su puerta se aleja para los palestinos de Cisjordania como en una pesadilla, la de una ocupación militar de la que parece imposible despertar.

Carlos Pérez Cruz

*válido para cualquier estación y día del año.

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