jueves, 6 de septiembre de 2012

Aterrizaje

Fotografía: Carlos Pérez Cruz

Euforia. Libertad. Aire que respirar. Son palabras, sensaciones y emociones que se me vienen a la cabeza cuando recuerdo el momento en que ayer crucé la puerta de salida del avión de El Al, que aterrizó en Madrid procedente de Tel Aviv. Nada que ver con el alivio lógico de abandonar la nave después de un largo viaje. Había en ello algo más. Al traspasar esa puerta dejaba atrás un Estado de paranoia, de violencia invisible si no fuera por el intimidante recibimiento armado en las cercanías del aeropuerto israelí.

He estado dos semanas en Palestina. He compartido con otras nueve personas un viaje de intensas emociones para conocer in situ una realidad que supera todas las expectativas, que sitúa en términos de injusticia suprema la situación de un pueblo al que están borrando del mapa, al que están estrechando su espacio vital para tratar de hacer imposible su existencia. Israel ha encontrado la fórmula. Ha puesto silenciador a su arma de destrucción masiva para que la muerte lo sea por agotamiento, por falta de aire, agua y espacio. Ha reciclado la vía directa de la guerra por una ocupación que evoluciona como un cáncer lento e irrefrenable en el interior del cuerpo palestino, al que se le están muriendo poco a poco sus órganos vitales y al que oprime una camisa de fuerza con forma de muro que estrecha cada vez más el espacio.

Dos semanas no son nada en el tiempo de la historia (aunque a Israel le bastaron seis días para cambiar el mapa). Es imposible llegar a captar todos los matices que dan forma y profundidad a este cuadro atroz, pero sí permiten una aproximación a una situación que es casi imposible de comprender desde la distancia. Haber viajado allí, haber visto con los propios ojos y escuchado con los propios oídos ha sido una experiencia de dimensiones personales que todavía soy incapaz de evaluar. La alegría de ayer se combina con la congoja emocional del recuerdo todavía humeante; la incapacidad - si no es forzosa - de hacer hoy la misma vida que hacía tan sólo dos semanas atrás. Son muchos los recuerdos, los testimonios, las indignaciones y frustraciones de impotencia y... sin embargo. Ellos ríen más cuanto menos respiran y dan la mano cuando se la cortan. Son un ejemplo que dinamita (con perdón) todas las convenciones que nos impone la condescendencia occidental.

A lo largo de los próximos días trataré de poner en orden las notas, los sonidos, las conversaciones y toda la memoria y reflexión de este viaje para compartirla con quienes queráis verla, leerla y escucharla. Sé que es imposible aspirar a que mi trabajo logre comunicar la vivencia directa de esta aberración que nace de lo peor del ser humano y que, como una paradoja de nuestra propia condición, logra impulsar lo mejor y más hermoso de mucha gente. Lo intentaré. Todavía no sé muy bien la forma ni el lugar (o lugares) en que lo haré pero mi compromiso es contarlo y documentarlo. Nada cambiará que lo haga o no. Uno no deja de ser una insignificante gota de agua en la inmensidad del océano. Pero por poca cosa que parezca una gota, lo terrible sería dejar de serlo.

© Carlos Pérez Cruz

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